sábado, 5 de octubre de 2013

Baja... sí, baja.

Hay varias cosas que debemos dejar en claro de manera urgente entre nosotros dos; usted, caballero, ha superado las expectativas de absolutamente todo lo que pasa por mi mente en este momento. No se ilusione tanto, que en este momento lo único que tengo en mente es su cama, su mirada, su otras tantas cosas más y algo muy esencial que se presenta en todas las veces que he rasguñado sus sábanas; aquella lengua milagrosa.

Caballero, debo decirle que usted osa a juguetear conmigo, se atreve a interrumpir absolutamente en todo lo que yo sé (o hasta antes de conocerle sabía), sobre lo que se refiera a camas ajenas. Usted, estimado, se ha empeñado en que su cama (con absolutas ganas de no volver a conocer ninguna otra) y todo lo que me hace en ella, sea una total y única necesidad a mis gemidos, a mis deseos más mojados que sus dedos provocan, a todas mis ganas de sentir aquella lengua (ya mencionada como milagrosa) que, usted muy bien sabe, me hace temblar.

Debo decirle que cada vez que su cuerpo, exquisitamente deseable, se mueve sobre el mío, no puedo hacer más que mirarlo a los ojos y expresarle que quiero acabar, pero no quiero que usted deje de moverse exactamente. Desearía que siguiera entre mis piernas lamiendo todo lo que sabe que me prende y digo muy bien; me prende. Usted y yo, al parecer (por todo el tiempo que ha pasado) sabemos algunas otras tantas cosas que, al momento de leer este documento, nos van a provocar efectos deseosos que solo podremos tranquilizarlos (y solo eso porque terminar con ellos es casi imposible) con aquellas bocas que sabemos ocupar con agradable experiencia; adquirida en el tiempo que nos hemos dado en conocernos a cuerpo abierto… yo más abierta que usted y se le agradece aquellas gratas posiciones de sumisión a su persona.
   
Sin embargo, no quiero dejar de lado el tema principal de esta carta; su boca entre mis piernas. Por Dios, caballero, a usted deberían haberle enseñado que no se debe llevar a una mujer (no sé si en este caso sea decente) al descontrol absoluto, al impulso más animal de su existencia, que no le permite pensar si quiera en que hay un pudor que mantener en pie. Eso no se hace, caballero; dejar un cuerpo ajeno, pero no menos suyo, anclado al deseo que su lengua provoca, es algo que, además de solo poder lograrlo aquellos hombres, deja en un éxtasis que, incluso a la más mínima insinuación, el cuerpo (en este caso el mío) se autodisponga al descontrol. El real problema de todo esto, señor, es que no solo lo logra cuando está sobre mí, lo logra en lo que deja como recuerdos en mi mente. Me provoca, me provoca siempre a bajar por su cuerpo y pasea mi lengua en toda su exquisitez y hundirla hasta lo que mi garganta aguante (y cada vez con mayor capacidad), que yo sé muy bien que a usted también le fascina los efectos de mi boca en su pelvis.

Siendo honesta con usted, no le estoy reprochando absolutamente nada, al contrario, ya le he dicho que me encanta lo húmeda (mayormente mojada) que me pone cuando me mira a la cara, mueve su mano en mi entrepierna (o lo que quiera mover en ella, sea suya la libertad) y ejerce un total dominio en lo que puedo conocer como placer, deseo, apetito sexual, orgasmo (que, vaya, que los provoca exquisito) y así. Ejerce un abuso de poder sobre mis senos que no deja de excitarme cada vez que hasta su mirada se posa con ese deseo ferviente que me calienta, y los muerde como aquella comida que no quiere que se acabe. Le informo que mis senos siempre estarán dispuestos a su lengua, mis gemidos a sus oídos y por sobre todo, mi cuerpo a lo que quiera conocer como placer.


Saludos cordiales.